miércoles, 11 de enero de 2017

Guerreras del aire: mujeres que luchan contra los daños de la fumigación

Cada una en su pequeño mundo, en su provincia, se lanzó a combatir a un enemigo letal: las fumigaciones en el campo. Ellas siguen luchando por un ambiente que no enferme a su familia, a todos. Ésta es su historia contada por una periodista que colabora en Para Ti y que acaba de publicar el libro La Argentina fumigada.
Alguna vez, el ambientalista uruguayo Eduardo Gudynas no dudó en caracterizar a los conflictos por el medio ambiente como “luchas de mujeres”. En el caso de las mujeres del campo, en cada pequeña comunidad agrícola de la Argentina se desató hace veinte años (en 1996, con la llegada de los cultivos transgénicos tolerantes a herbicidas) un vendaval químico del que ellas fueron testigos forzosos. Algunas, como Andrea Kloster –de San Salvador, Entre Ríos– tomaron conciencia de que algo no estaba bien cuando notaron que cada vez más vecinos se enfermaban y morían de cáncer, lupus, hipotiroidismo. En el caso de las cordobesas Julia “Chabela” Lindon, Marcela Ferreyra, Norma Herrera y Eulalia “Vita” Aylón, el golpe fue todavía más doloroso. Vecinas del Anexo Ituzaingó, una barriada a media hora de Córdoba capital, todas tenían un familiar enfermo de gravedad. Para algunas fue un nieto nacido con una malformación; para otra, una hija con cáncer a los tres años y, finalmente, un bebé perdido. Para la maestra Ana Zabaloy, hasta hace muy poco directora de la escuela rural Nº 11 de San Antonio de Areco, todo fue claro un día, en plena clase. Allí, al paso de las fumigadoras terrestres por los lotes de trigo y soja que rodean a la escuelita, los chicos se ahogaban, convulsionaban, sangraban por la nariz. Son mujeres muy distintas a las que un flagelo común unió, y también una vocación compartida: luchar por las víctimas de un ambiente enfermo. Se volvieron, todas ellas, guerreras del aire.


ANDREA KLOSTER, LA MUJER QUE HABLÓ. A principios de 2014, la vida de Andrea Kloster (casada, mamá de tres nenas idénticas a ella) era tan diferente que hasta le cuesta recordarla. Será que en sólo tres años, su tranquila vida de esposa y emprendedora (tiene una pequeña empresa de organización de eventos) dio una vuelta campana. “Todo comenzó cuando supe a través de la hija de una enfermera del hospital que ahí estaban pasando cosas terribles. Gente enferma de cáncer, cada vez más joven y hasta chiquitos enfermos de lo mismo”, cuenta. Así fue como no sólo ella, sino también un grupo cada vez más amplio de vecinos supieron que en su calmo pueblito de San Salvador, Entre Ríos, algo malo estaba pasando. Los primeros cálculos, aun siendo caseros, eran inquietantes: entre un tercio y la mitad de la población moría de cáncer. Pensaron entonces que la mejor manera de llamar la atención de las autoridades sería hacer una marcha del silencio. Y, al cabo de unos meses, no hicieron una sino trece: con globos, bajo la lluvia, con carteles. En el medio, el marido de Andrea perdió su trabajo y casi todos los que al principio la acompañaron se fueron yendo. A Andrea ya no la llamaron así sino “la loca”. “La loca Kloster”, para ser más exactos. Finalmente, el pedido de los vecinos (la visita de una universidad pública para que hiciera un estudio en el lugar y les dijera finalmente qué era lo que estaba pasando) sucedió a principios de 2015. Casi un año después estuvieron los resultados. ¿Primera causa de muerte en la ciudad? Las “malignidades”. Esto es, diversos tipos de cáncer. “Lo que le da de comer a la gente es también lo que la está matando”, resumió luego de la presentación de los resultados Andrea, con la misma seguridad de siempre. “La loca Kloster”, después de todo, estaba en lo cierto.

ELLAS MARCHAN. Son cuatro, y tan distintas, que verlas juntas y marchando por la calle el 19 de cada mes ya debería llamarnos la atención. Pero en realidad, lo asombroso de ellas no es lo diferentes que son, sino lo parecidas que las ha vuelto la vida. Son hoy, y desde hace quince años, el Grupo de Madres del Barrio Anexo Ituzaingó, las mujeres que se animaron en 2002 a denunciar que la enfermedad asolaba su barrio, y que también tuvieron el coraje para averiguar de qué se trataba. Marcela perdió a Santiago, su bebé. Vita y Chabela tuvieron nietitos con problemas de salud graves y Norma estuvo a punto de perder a Brisa, su hija, a manos del cáncer cuando todavía usaba pañales. Pero, lejos de quedarse quietas, ellas se movieron más que nunca. Chabela, la más tímida, reconoce que salir a la calle al principio le dio mucha vergüenza, pero ya no. En 2012, la Justicia les dijo que lo que ellas siempre habían afirmado era verdad: el barrio había sido fumigado ilegalmente y hasta la Organización Panamericana de la Salud (OPS) habló en 2008 de un territorio contaminado. Hubo condenas para el dueño del campo y para el fumigador, y en 2015 el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba confirmó el fallo. Pero ellas, que siguen viviendo ahí, no saben aún a qué se están exponiendo realmente. Por eso, para que se hagan los estudios que piden, siguen visibilizando, marchando, yendo a hablar a cuanto colegio y universidad las invite. Y tienen ganas de que nadie más vuelva a pasar por lo que ellas han sufrido.

LA METAMORFOSIS DE ANA. Ana Zabaloy entendió qué era eso de las fumigaciones y el impacto que éstas podían llegar a tener en la salud de todos el día en que, en pleno horario de clases, salió al patio y la ráfaga venenosa de una fumigadora terrestre le dio en plena cara. “Se me durmió por completo. Perdí la movilidad, fue muy desesperante”, cuenta. Por esos días, y a lo largo de algo más de un año, la escuela de Ana fue fumigada cuatro veces, con los chicos y las docentes adentro. Por suerte, en una de esas oportunidades un equipo de investigadores de la Universidad de La Plata llamado EMISA Plaguicidas estaba presente en la escuela, analizando –a pedido de Ana– qué había en el agua, en la tierra, en el aire. Los análisis de laboratorio revelaron que bebían agua contaminada con agroquímicos y que el aire que respiraban en primavera estaba también cargado de agrovenenos. Diseñaron carteles de advertencia y finalmente se habló con las autoridades. Hoy tienen una ordenanza al respecto y también algo más: mariposas, que han vuelto al parque ahora que el aliento letal de las máquinas está más lejos. “Vi el sufrimiento y el nivel de exposición de todos los que vivimos o trabajamos en zonas rurales, y especialmente los niños; por ellos, mis alumnos, fue que alcé la voz. Porque ellos no pueden mudarse o exigir a las autoridades. Están ahí, sin posibilidad alguna de defenderse. Es simple: una vez que ves, ya no podés mirar para otro lado. Y yo vi, y mi vida nunca más fue la misma”, concluye Ana.

texto FERNANDA SÁNDEZ

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